(Eclesiastés 4:4; Santiago 4:1-3).
Es inevitable sentirse admirado por la habilidad de ciertas personas que son agraciadas en su condición física o que son brillantes en sus roles o que han gozado de situaciones favorables en la vida.
Cómo no admirar la belleza de Elizabeth Swann, la protagonista de la película ¨Piratas del Caribe”, o la voz de Andrea Bocelli, el tenor italiano, o la habilidad para jugar el fútbol de Lionel Messi, el deportista argentino, o la vida favorable que le pudieron dar sus padres a Sebastián Piñera Echenique, estadista chileno.
Pero cuando alguien dice: “qué bonita esa desgraciada, o, qué manera de ganar dinero ese tontarrón, o qué dineral el que le dejan los abuelos a esa rubiecita cabeza hueca”, lo que estamos demostrando es envidia, rabia por no estar en los zapatos de esa persona y frustración por no alcanzar el mismo nivel.
Lo mejor es procesar ese mal sentimiento y echarlo de nuestro corazón antes que contamine todo nuestro ser y luego se riegue a otros.
Es casi imposible no sentir envidia, esa sensación se aparece de repente sin que nadie la haya invitado, y lo peor es que viene con todo su equipaje para quedarse. Es entonces cuando de inmediato debemos tratarla.
Y lo primero que hay que hacer es reconocer que está allí, pues negarla es darle permiso para que se quede.
Luego hay que etiquetarla como nociva, como una seria amenaza.
Después hay que extraerle lo que sea admirable, no lo reprochable, ya que la envidia nos muestra algo que pudiera ser bueno, pero con el propósito de dañarnos por cuanto no es de nosotros sino de otro. Tomemos entonces aquello que es bueno y resaltémoslo, siempre y cuando sea encomiable.
No podemos elogiar por ejemplo a aquel que ha amasado una fortuna empobreciendo a otros. Ni al que ha logrado títulos con deshonestidad.
Pero sí podemos reconocerle los méritos al que ha logrado superar obstáculos y triunfar. Y alegrarnos por aquel al cual Dios le ha concedido un buen pasar y ha salido favorecido en algún asunto.
Por último, después de reconocer a la envidia y extraerle lo positivo, cambiemos el deseo de imitación por el de motivación.
En lugar de querer copiar al afortunado, animémonos a desarrollar nuestras propias habilidades, aquellas que Dios nos ha dado de forma particular.
El éxito ni se presta, ni se vende, ni se regala. Se hace a la medida de cada uno. Así es que no intentes copiar el éxito de otro, construye el tuyo, Dios te ayudará.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.