(Proverbios 10:22; 1 Timoteo 6:17-19).
La riqueza material ha sido una de las metas más importantes en la vida de todo ser humano, sino la más importante a lo largo de todas las edades. Y ha sido tan influyente que si el hambre por el dinero desapareciera, o al menos fuera mesurado, ya no habría ni robos, ni conflictos por las ganancias, ni loterías, ni industrias especializadas en la guerra. Ni mucho menos argumentos para películas y telenovelas en donde todo gira en torno al capital.
Y es que la riqueza en lugar de mejorarles la vida a muchas personas se las arruina, y el motivo es por cuanto la mente del rico se hace estrecha y así la fortuna le secuestra la inteligencia y termina esclavizándolo. Sí, suena raro, pero es la verdad, porque el rico ya no es dueño de la riqueza, sino que la riqueza se adueña de él.
Y fruto de ello se vuelve egoísta, tacaño y amargado, por cuanto no disfruta su fortuna, sino que la sufre, pues vive con el miedo permanente de volverse pobre. Además sufre de desconfianza, sospecha hasta de su propia sombra. Y se da un aire de superioridad y una altivez tal que lo hacen falso, inhumano y antipático, pues nunca puede estar seguro de si lo aman por lo que es, o por lo que tiene.
Y cada mañana, después de su escaso sueño por las múltiples preocupaciones, su amo la riqueza le sacude el látigo en la cara para que se levante y trabaje, para hacerla crecer mucho más a ella y para que él siga siendo su esclavo. ¡Qué ironía! ¡Ser rico para seguir siendo rico! ¡Eso es un círculo vicioso! Pero no tiene que seguir siendo así, puede ser diferente.
Cuando es Dios quien da la riqueza nunca la da para desgraciarle la vida a alguien, sino como una bendición, como un préstamo para que el ser humano la disfrute con gozo, nunca acompañada de tristeza.
El apóstol Pablo, quien provenía de una acaudalada familia y quien prefirió las riquezas eternas en Cristo en lugar de las pasajeras riquezas de este mundo, les aconsejó a los ricos que no fueran altivos, que se quitaran ese airecito de superioridad de la cara y aprendieran a ser normales y humildes como la demás gente.
Que no pusieran la esperanza en las riquezas, que son más inestables que una silla de dos patas; sino en Dios, que es muy estable, confiable, eterno e inmutable. Que disfrutaran de su fortuna con la familia, sanamente, y sin despilfarros, pues nada se iban a llevar de este mundo. Que dejaran de ser tacaños y se volvieran generosos. Que recibieran el mayor tesoro de todos: el de Cristo en el corazón. Y que hicieran más riquezas, sí, pero en el cielo.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.