(Juan 16:5-15).
Una anécdota refiere que cuando se sugirió por primera vez que en Constantinopla se instalara la electricidad, le explicaron al Sultán de Turquía que sería necesario instalar dinamos.
El Sultán, que era un hombre de escasa educación formal, pensó con angustia que la palabra dinamo sería algo similar a la dinamita, por lo cual vetó la idea y su país debió esperar por la electricidad varios años más.
Cuántas veces perdemos aprovechar bien un recurso por no conocer bien su uso, como el del inocente que nunca estrenó el enjuague capilar, ya que le parecía raro que fuera sólo para cabello seco y no húmedo.
Algo similar ocurre en la vida cristiana con relación a las ideas erradas sobre el Espíritu Santo. Muchos creen que se trata de una paloma entre el Padre y el Hijo, cuando en realidad se trata de un espíritu, no de materia, mas cuando se hizo visible la mejor manera de describirlo en aquellos días era diciendo que descendió sobre Jesús como en forma de paloma, algo que todo el mundo conocía.
El Espíritu Santo es en realidad Dios mismo, no una fuerza o energía. En teología se le considera una persona por cuanto es un ente que muestra tres características en la Biblia: intelecto, voluntad y emociones. Es decir: raciocina, decide y siente.
El Espíritu Santo en el Antiguo Pacto, que es antes de Cristo, venía sobre una persona específica, en un momento específico, por un tiempo específico, en un lugar específico, con unas habilidades específicas y para una misión específica. Después de eso Él se retiraba.
En el Nuevo Pacto, que es después de Cristo, el Espíritu Santo viene a partir de la fiesta religiosa judía del pentecostés para quedarse en el planeta tierra. Su misión es clara: viene para ser un ayudador, un consolador, un guía, un soporte individual para cada cristiano.
Su trabajo se inicia antes de la conversión de la persona obrando en ella para convencerle de pecado, justicia y juicio. Luego le da el nuevo nacimiento y le equipa con los dones para que pueda servir.
Posteriormente, y hasta la muerte, se ocupa de conducirle a la madurez progresiva espiritual, que es un perfeccionamiento diario para que el cristiano cada vez sea más parecido a Cristo.
El Espíritu Santo no es un premio, es un ayudador.
El Espíritu Santo no se te da por portarte bien, sino para que te puedas portar bien.
Es por ello que no debes esforzarte en elevarte para tenerlo, sino permitir que Él te eleve.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.