La velocidad es algo que fascina, y eso lo saben bien motociclistas y automovilistas. La sensación del vértigo y las descargas de adrenalina acentúan el deseo de ir cada vez más y más rápido. Y así se ha tornado la vida moderna, pues está alcanzando ritmos vertiginosos. Y tendríamos que vivir en una cueva, aislados del mundo, para no entrar en ese tren de vida donde todo transcurre a velocidades supersónicas.
Toda esa aceleración tiene sus aspectos positivos, no todo es horrible. Es maravilloso calentar un alimento en sólo un minuto usando el microondas, mientras que a las abuelas lo mismo les tomaba 15 minutos. Es buenísimo ir de una ciudad a otra en media hora usando el avión, y no tener que viajar a caballo todo un día. Si deseamos ser competitivos en la actualidad tenemos que aprender a ser tan rápidos como una pizzería en mi ciudad cuya política es que si la entrega a domicilio se demora más de 30 minutos, la pizza te sale gratis.
Pero también hay ocasiones en que por las buenas o por las malas, tenemos que aprender a ir despacio, como cuando estamos en un trancón de tráfico, o esperando en el consultorio de un odontólogo, o haciendo la fila en un banco. Y hay otros momentos en donde deberíamos obligarnos a tomarnos todo nuestro tiempo, como por ejemplo:
Para sacar la billetera y pagar cosas que no son imprescindibles, ya que hay gastos que son producto de un impulso momentáneo. Para responder a alguien cuando estamos airados, pues enchufar el cerebro antes de accionar la lengua nos evitará montones de problemas.
Para comer despacio, ya que una buena digestión comienza con una buena masticación y la comida se disfruta, se saborea y no se traga como lo hacen los perros, eso nos enferma. Para dormir lo necesario, pues ello le permite a nuestro cuerpo y mente descansar, repararse y estar saludables, hermosos y más productivos.
Y para visitar el baño para nuestras necesidades. Algunos incluso se escapan a ese cuartito y se sientan en el “trono” simplemente a relajarse. Para prodigar y recibir amor íntimo con el cónyuge, pues esos momentos deben eternizarse y jamás interrumpirse o entrecortarse.
Y finalmente, para postrarse ante la presencia de Papá Dios y soltarse en sus brazos para que nos llene de su amor, perdón y fuerza. Ese es un momento en el que sin necesidad de salir del planeta, traemos el cielo a nuestras vidas.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.