(Juan 16:7-8; Apocalipsis 12:10).
Una cosa es mostrar el error ajeno con el deseo de condenar, de hacer sentir mal, de destruir y perjudicar a toda costa al acusado. Y otra muy diferente hacer ver el error con la finalidad de corregir, de sanar y de restaurar todo daño que éste haya provocado. En la Biblia se nos muestra a dos seres espirituales que son los encargados de señalarnos cada uno de los pecados en que incurrimos a diario, sean conscientes o inconscientes.
El primero es el diablo, quien disfruta malévolamente de su oficio restregándonos en la cara los errores cometidos con el fin de arruinarnos, de hacernos sentir culpables, de llevarnos a la miseria, de quitarnos el deseo de orar, de congregarnos, de leer la Biblia, de buscar corrección, sanidad y restauración. Su único propósito es hacernos sentir culpables y que creamos que Dios nos odia y que no merecemos ni su amor ni su perdón. El diablo nos señala los pecados con el dedo índice, apuntándonos a la cara.
El otro ser es el Espíritu Santo, quien también detecta el pecado, no los pecados, sino el pecado en sentido genérico, en su fuente, en el corazón mismo, ya que él conoce las intimidades del ser humano, al igual que es el único que conoce lo más profundo de Dios. Y cuando el Espíritu Santo escanea nuestro interior y localiza el pecado que nos lleva a cometer pecados, entonces procede de una forma muy diferente a la del diablo.
Lo primero que hace el Espíritu Santo es convencernos de pecado, hacernos conscientes de que tenemos ese mal dentro de nosotros. Luego nos ofrece la oportunidad de ir hasta un abogado llamado Jesucristo, quien nos atiende gratuitamente, nos defiende ante el Padre celestial y nos somete a un tratamiento de purificación para poder extirpar ese pecado.
El Espíritu Santo no nos señala los pecados con el dedo índice apuntándonos a la cara, como lo hace el diablo, sino que nos muestra la radiografía de nuestro corazón y nos señala dónde es que estamos mal, y lo hace usando la mano completa, ya que nos la extiende con amor en señal de ayuda para que la tomemos.
Hay que tener cuidado con la manera en como nosotros señalamos los pecados de los demás, pues es probable que lo estemos haciendo con el dedo, como si fuéramos ministros de Satanás, y no con la mano extendida, como ministros de Dios.
Ningún soldado herido en el campo de batalla es rematado por sus propios compañeros de milicia, sino que es trasladado de emergencia a la unidad de cuidados intensivos para que reciba allí todas la atenciones que le permitan ser sanado y restaurado. Así es como debemos tratar a los soldados de Jesucristo heridos en batalla.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.