En algunas familias la muerte de un ser querido resulta ser un hecho trágico, hay gritos, llanto, lamentos, preguntas y reproches; pero en el caso del abuelo Isaac su partida a la eternidad fue muy diferente. La noche anterior estuvo viendo televisión, tomando té con galletas y conversando animadamente con sus hijos y nietos que se habían volcado a su casa sabiendo que en cualquier momento, según el médico, se daría el desenlace fatal.
A la mañana cuando su hija menor fue a despertarlo para el desayuno lo encontró rígido, pálido, sin signos vitales y con una sonrisa de oreja a oreja. Su rostro irradiaba tanta felicidad que su nieto Marcos fue por su cámara a la habitación y le tomó una foto. Durante las honras fúnebres en la iglesia local, Eduardo, el mayor de los cuatro hijos de don Isaac, relató a los concurrentes como fue la última velada con su padre.
“Ese día, después de la cena, mi hermano, mis dos hermanas, mis dos hijos y mis cuatro sobrinos estábamos alrededor de él, como si escucháramos a un filósofo de la antigüedad. Allí fue que nos contó cuándo empezó a ser feliz en la vida. Cuando era niño creía que la felicidad lo esperaría en la juventud, pero llegó a joven y ésta no apareció. Luego creyó que sería feliz cuando se graduara, pero no fue así. Concluyó entonces que la felicidad empezaría al casarse con mi mamá, pero sólo la pasó bien recién casado, porque como en todo hogar, después de la luna de miel los conflictos y complejos que hemos ocultado muy bien comienzan a aflorar uno por uno.
La conclusión entonces era clara, la felicidad llegaría con los hijos. Llegamos cuatro y ninguno la traía debajo del brazo. Tampoco llegó con los nietos, ni con la jubilación. Y aunque suene escandaloso decirlo en una iglesia, tampoco le llegó cuando se entregó con toda su alma al Señor Jesucristo. Fue entonces que una vez, durante un retiro espiritual, le confesó al pastor el por qué se sentía frustrado.
Con mucha vergüenza le dijo que había momentos en que le parecía que caminaba por el cielo, pero que esos sentimientos se desvanecían y le parecía que lo arrojaban al infierno. Que por eso su ilusión era esperar a llegar al cielo, para realmente ser feliz. El pastor entonces le precisó en pocas palabras, algo que fue determinante en su vida. Le aclaró cuándo es que realmente comienza la felicidad.
Y la verdad es que desde ese día, papá fue muy feliz. A grandes rasgos lo que el pastor le enseñó a mi padre fue que cuando Pablo le escribió a los Filipenses, les insistió en que se alegraran en el Señor siempre, siempre. Y luego le hizo ver que la felicidad no es un sentimiento, ni algo que pedimos en oración, sino que la felicidad es una decisión. Es una actitud frente a la vida. Uno debe decidir todos los días ser feliz. Aún en medio de las crisis es uno quien decide, espiritualmente, ser feliz en Cristo. Ese consejo de aquel pastor fue el que marcó la vida de mi padre. Y espero que hoy marque la de ustedes también”.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.