Cuando el hombre quiso estacionar su auto en el único espacio que veía desocupado otro llegó primero que él y se acomodó justo allí.
La rabia fue tal que abrió la ventanilla, asomó la cabeza y le gritó toda clase de improperios. Le dijo hasta de qué se iba a morir.
Pero el otro sujeto, sin perder la compostura, le explicó que él no era ni un imbécil ni un tarado, como acababa de escuchar, sino que simplemente se ubicaba en el lugar asignado, pues en el piso estaba escrito quiénes eran los que podían aparcar en cada lugar.
Luego le pidió amablemente que se dirigiera hacia otro sector donde estaba la zona para visitantes.
Pero el conductor enojado le espetó: “tu abuela será la que va a estacionar allí, pedazo de tonto”. Y luego se alejó lanzando más insultos.
Cuando por fin logró estacionar corrió hacia el edifico, tomó el ascensor que casi cierra la puerta, se acomodó la corbata, se secó el sudor y se alisó el cabello.
Mirando el reloj se percató de que estaba a tiempo, por lo cual estilizó su andar, aferró su maletín ejecutivo al cuerpo y se presentó ante la recepcionista de la elegante oficina a donde había llegado.
La joven le indicó que tomara asiento, que en unos minutos el gerente de recursos humanos vendría a recibirlo personalmente para la entrevista de trabajo.
Qué susto se llevó cuando el caballero que le extendió la mano, lo llamó por su nombre y le sonrió, era el mismo que él acababa de insultar en el estacionamiento. ¡Se quería morir en el acto!
Si las palabras imbécil, tarado, tu abuela, pedazo de tonto y otras más, que había usado contra el que podría ser su jefe, las hubiera sustituido por señor, caballero, disculpe, gracias, será un placer, con mucho gusto y otras más suaves, con toda seguridad que no estaría pasando este mal momento.
Y es que hoy en día, con demasiada facilidad, una persona ofende a otra como la cosa más natural del mundo.
Palabras desazonadas como: vieja decrépita, bobo, estúpido, atorrante, imbécil, bruja y otras peores, se salen fácilmente de la boca.
El consejo que Dios nos da en la Biblia es que sazonemos nuestro lenguaje con sal, para que no pudra ni los oídos ajenos ni los propios.
Que usemos palabras que tengan gracia, que sean dulces, amables, positivas.
De esta manera, si algún día nos tocara tragarnos esas palabras, no nos intoxicaríamos y nos sabrían deliciosas.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.