Ante el salón colmado de mujeres la conferencista dijo en tono muy serio: Recibo miles de correos de chicas que me dicen que quisieran tener un hogar como el mío, con un esposo y unos hijos tan maravillosos. Y siempre les contesto que mi familia no cayó así del cielo en respuesta a una oración, sino que la estamos construyendo cada día con la ayuda de Dios. Y la obra aún no termina.
Un hogar es siempre una obra en construcción. La parte menos vistosa es la interna, de puertas para adentro, donde el público no ve, porque la gente sólo aprecia la hermosa fachada que le mostramos, pero dentro es donde estamos trabajando: derribando, levantando, limpiando, corrigiendo y perdonando. Y sobre el perdón tengo algo que decirles que no es muy candoroso.
A los 20 años el apuesto novio que tenía me dejó plantada. Después que habíamos considerado la posibilidad de casarnos al graduarnos de la universidad un buen día me confesó que no estaba seguro de que yo fuese la mujer de su vida y que como no quería hacerme daño pues por eso se alejaba de mí y me dejaba libre para que el hombre que Dios sí tenía para mí pudiese llegar a mi vida. Eso me sonó a excusa, porque dos años después llegó a nuestra iglesia una joven que era hermosa y que cantaba espectacular, y claro, mi guapo ex novio se casó con ella dos años después, es decir, cuatro años después de nuestra ruptura.
Esos cuatro años después de nuestro rompimiento guardé las esperanzas de que él volviera conmigo, que viniera arrepentido y me pidiera perdón. Y oraba por eso. Pero después de ese tiempo mi esperanza se volvió odio. No sé cómo pasó, pero poco a poco comencé a masticar odio. Imagínense, yo, una supuesta buena cristiana.
Y cuando veía a esa parejita tan feliz y veía esos preciosos niños que tenían, más rabia me daba. Y yo pensaba que no era justo. Que ese chico no podía tener un hogar así, que debía sufrir amargamente por haberme rechazado. Que su familia debería estar en la miseria, que sus niños deberían ser feos y enfermizos. Que él, algún día, tendría que darse cuenta del grave error que cometió conmigo.
Pero mientras eso sucedía y los días pasaban yo me marchitaba, me consumía con un sentimiento de amargura muy profundo. Y digo profundo porque era una raíz de amargura. Y las raíces no se ven. Aunque sí podemos observar por afuera lo que las raíces hacen por dentro, en lo oculto, en lo oscuro. Pero bueno, no podía quedarme solterona, no podía quedarme en la oscuridad maldiciendo la luz. Así que salí de allí a la edad de 30 años.
Sí, diez años viví amargándome la vida y rechazando cualquier posibilidad de formar un hogar con otro chico. Pero a los 30 años, escuchando a un conferencista, Dios abrió mi mente y mi corazón al testimonio de este hombre y a partir de allí mi vida dio un giro de 180 grados, pasé de la noche al día. ¿Y qué fue lo que ese orador dijo?
(Esta historia continuará mañana).
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.