Mi madre me enseñó lo que es un trabajo bien hecho: “si se van a matar háganlo afuera que acabo de limpiar”. Mi madre me enseñó espiritualidad: “mejor reza para que esta mancha salga de la alfombra”. Mi madre me enseñó lo que es la ósmosis: “cierra la boca y come”. Mi madre me enseñó meteorología: “parece que un huracán pasó por tu cuarto”.
Mi madre me enseñó mesura: “Ya te he dicho un millón de veces que no seas exagerado.” Mi madre me enseñó el ciclo de la vida: “te traje a este mundo y te puedo sacar de él”. Mi madre me enseñó a ser ventrílocuo: “cállate y dime por qué lo hiciste”. Mi madre me enseñó ortodoncia: “me contestas y te estampo los dientes en la pared.”
Sí, se puede aprender mucho de los padres. Y algo que nunca se puede dejar de ver son las marcas que dejan de por vida en sus hijos. No las cicatrices de un abuso físico, sino las de un abuso verbal y psicológico. Padres y madres que profetizaron sobre sus hijos maldiciones: “Ya te veré llena de hijos y sufriendo y arrastrándote”. “Un bueno para nada, eso eres, un inservible”. “Tú fuiste mi peor error, no sé para que te traje a este mundo”. “Igualito a tu padre, así tenías que salir, miserable, mala clase.” “Igualita a tu madre, así saliste, rebelde y sinvergüenza”. “Jamás, óyeme bien, jamás, nunca en la vida vas a poder prosperar, toda la vida vas a ser un arrancado muerto de hambre”.
Maldecir no es decir “te maldigo”, o “maldito seas”, sino proferir sobre una persona malos deseos, declararle un futuro desastroso. Lo contrario es bendecir, o bien decir, que es declarar sobre su vida un futuro lleno de bienestar.
En la Biblia, la bendición de los padres hacia los hijos no era hacer la señal de la cruz con la mano derecha, sino ponerles las manos sobre la cabeza, cuando era factible, e invocar sobre ellos el favor de Dios. Y lo hacían recordándole al Señor promesas de bien que él había hecho a sus antepasados.
Tal vez pienses que tus hijos no son unas joyitas, sino unas espinas, pero aún así tú puedes dejar en sus vidas marcas que los van a acompañar toda la vida, hasta el día de su muerte.
Tú por ejemplo puedes declarar sobre ellos: “tu vida ya está en las manos del Señor, y quieras o no, jamás, nunca, podrás librarte de mi amor y del amor de Dios. Su favor siempre irá contigo. No importa lo que estés pasando ahora, llegarás a los pies de Jesucristo y serás una persona de éxito”.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.