(Daniel 4)
El sabio Salomón enseñó en el libro de los Proverbios que antes del quebrantamiento viene la soberbia y antes de la caída la altivez de espíritu. Santiago por su parte, en su epístola del Nuevo Testamento, insta a la gente a no jactarse del día de mañana y a no decir que va a hacer esto o aquello, sino a ser humilde y decir más bien que si es la voluntad de Dios hará esto o aquello.
La historia relata la lección que aprendió el rey Nabucodonosor de Babilonia, un soberano que se llenó de orgullo al considerarse el hombre más poderoso del planeta. Sus victorias militares, la extensión de su territorio y el esplendor de su reino le hicieron jactarse y llevarlo al extremo de decir que su poder, su inteligencia, su capacidad y su fuerte brazo, le habían hecho merecedor de tan alto honor. Y justamente, cuando pronunció esas palabras, enloqueció.
La locura le duró siete años, tiempo durante el cual vivió como un animal en el campo, comiendo pasto con los toros, mojándose bajo la lluvia y con el pelo y las uñas al estilo de un águila. Como dice el cuento: vestía como bestia. Y todo ello ya le había sido anticipado doce meses antes por Dios, quien a través de un sueño que le interpretara el profeta Daniel, le había comunicado que debido a su orgullo estaría siete años loco, pero que al final de dicho periodo, cuando se tornase humilde y reconociera que por la voluntad de Dios es que él gobernaba Babilonia, entonces sería sanado y restituido en el trono del imperio.
Afortunadamente este hombre aprendió la lección y cuando recobró el juicio y le fue devuelta la corona, de inmediato proclamó un edicto que en sus apartes finales decía:
“Pasado ese tiempo yo, Nabucodonosor, elevé los ojos al cielo, y recobré el juicio. Entonces alabé al Altísimo; honré y glorifiqué al que vive para siempre.
Su dominio es eterno; su reino permanece para siempre. Dios hace lo que quiere con los poderes celestiales y con los pueblos de la tierra. No hay quien se oponga a su poder ni quien le pida cuentas de sus actos. Recobré el juicio, y al momento me fueron devueltos la honra, el esplendor y la gloria de mi reino. Mis consejeros y cortesanos vinieron a buscarme, y me fue devuelto el trono. ¡Llegué a ser más poderoso que antes! Por eso yo, Nabucodonosor, alabo, exalto y glorifico al Rey del cielo, porque siempre procede con rectitud y justicia, y es capaz de humillar a los soberbios.”
Nabucodonosor fue un rey esplendoroso, un hombre tan rico, famoso y poderoso que la historia lo recuerda todos los días como aquel que por el año 600 antes de Cristo mandó a construir para su esposa “Los jardines colgantes de Babilonia”, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Y si este hombre, de quien alguien pudiera pensar que sí tenía motivos para jactarse, se humilló ante Dios y lo reconoció públicamente como su Señor y el dueño de todo el universo, ¿qué esperan para hacerlo de igual manera aquellos que se creen la última gaseosa del desierto simplemente porque han triunfado en la política, en la economía, en el deporte, en las artes, o en otras áreas de la vida?
¿Será necesario que Dios los deje caer desde el pico de sus egos que se han construido? Esperemos que no y que más bien aprendan por las buenas a humillarse ante Dios y a ser humildes y sencillos.
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Tomado de:
“Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.