Imagina esta escena como para una comedia de cine: entra un hombre bajito, flacucho, y enfermo a un cuarto médico. La enfermera es una señora gigante, gorda, con cara de sargento. Ella lo toma de un brazo y de un jalón lo pone sobre la camilla, lo voltea como si fuera una masa de pizza, le baja bruscamente el pantalón y le descubre su huesuda y blancuzca cadera.
Luego mira hacia la estantería y escoge al azar una ampolleta, la que sea. La rompe, succiona el líquido con la jeringa y luego la levanta. El pobre hombre que yace de espaldas con su colita al aire levanta la cabeza y observa que la aguja que se va a usar es como para desangrar una vaca. Cuando quiere reaccionar e irse, la manaza fría de la mujer lo aplasta contra la camilla y de repente… ¡Ahhhhhh! Siente un chuzón que lo parte en dos. ¡Válgame Dios! Esa enfermera no lo está sanando, sino ejecutando.
Bueno, ahora volvamos a la realidad, porque la anterior escena era sólo imaginación que nos sirve para preguntarnos: ¿visitaría yo a esa enfermera para que me aplique una inyección? No, por supuesto que no. De por sí que las inyecciones no son agradables y si la persona que las aplica no tiene buena mano… ¡Ayayay!
Pero convengamos en algo: uno no se aplica una inyección porque le gusta sufrir, sino porque sabe que a pesar de lo dolorosa que pueda ser es beneficiosa y por eso vale la pena aguantarse el pinchazo.
Pero también es cierto que aunque la inserción de una aguja en el cuerpo es molesta, hay especialistas que lo hacen con tanta delicadeza, con tanto amor y cuidado, que cuando uno les pregunta si ya van a clavar la aguja ellos contestan que ya terminaron. ¿Sí? ¿Cuándo? Pero si no se sintió nada.
Pues así, de idéntica manera, hay personas que saben decir ciertas verdades, sin groserías, sin gritos, sin ofensas, sin salvajadas, y con tanto amor que uno en lugar de enojarse termina por avergonzarse.
A esa virtud de saber decir las cosas es a la que se refiere Salomón en Proverbios 25:11 cuando expresa que la persona que es sabia en decir las verdades es comparable a una manzana de oro con adornos de plata. Porque en la vida no basta con decir la verdad, sino que hay que saberla decir.
Una cosa es entregar una piedra en la mano y otra es lanzársela a alguien a la cabeza. Una cosa es pasar un cuchillo y otra es clavarlo. Así es que, por favor, hablemos sabiamente, no matemos con las palabras.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.