(Romanos 10:9).
En sólo 300 años los cristianos se apoderaron del imperio romano, sin tener templos, pues los templos eran sus cuerpos físicos, sin sacerdotes, pues cada discípulo era un sacerdote, sin armas ni ejército, pues sus armas eran espirituales, sin grandes bandas de músicos ni famosos oradores, pues todos alababan y predicaban, y sin dinero ni grandes industrias religiosas, pues la mayoría eran personas del vulgo sin riqueza y sin alcurnia.
¿Cuál fue entonces el secreto de esos cristianos de los tres primeros siglos de esta era?
El secreto fue que estaban enfocados en la fe en Jesucristo y no en los accesorios de esa fe.
Su fe aunque era demasiado elemental también era muy fuerte, a tal punto que morían por ella en el circo romano siendo devorados por los leones.
La relación personal que cada uno desarrollaba con Jesucristo, a través del Espíritu Santo, era tan vigorosa que no les era imprescindible tener templos, sacerdotes, banda de músicos o un orador que les extasiara con su elocuencia.
Era tan simple la fe que para bautizarse bastaba con arrepentirse de sus pecados y confesar públicamente que Jesucristo era el amo de sus vidas.
No fue sino hasta el siglo IV que apareció el Credo Apostólico como fórmula para que los cristianos no se dejasen engañar por falsas doctrinas:
“Creo en Dios Padre Todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra; Y en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro, quien fue concebido del Espíritu Santo, nació de la virgen María; padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos; ascendió al cielo y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, en la Iglesia Universal, la comunión de los santos, el perdón de pecados, la resurrección de los muertos, y la vida eterna”.
¡Qué fe tan sencilla! Y con ella socavaron las bases del imperio romano que ha sido el más grande de la humanidad.
Esa es una fe en lo esencial y no en los accesorios. Eso es depender del Señor con fervor, con hambre y sed de Él.
No es suficiente con tener fe, hay que saber “en quién tengo esa fe”.
Y el cristiano debe depositarla en lo principal: en Jesucristo y en su Palabra, la Biblia.
Anímate a decir como el salmista: “El Señor es mi pastor”. Y que nunca se te ocurra decir: “El pastor es mi Señor”.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.