(Romanos 6:6).
¡Qué difícil es matar una cucaracha! La puedes dejar completamente aniquilada en un rincón de la casa y te vas a dormir. Cuando regresas en la mañana para barrerla y tirarla a la basura, ya no está, se fue. ¡Increíble! ¿Qué se hizo el animal? Por allí cerca anda, arrastrándose y negándose a morir. Y si intentas barrerla hasta se te sube por el palo de la escoba. ¡Caramba, qué insecto tan duro de eliminar!
Y así de duro de matar, como el título de una película, es la crucifixión del ego, del “yo” de un ser humano. Aún un espíritu inmundo puede sacarse de un individuo poseso cuando se ora en el nombre de Jesucristo para que sea liberado. Y el espíritu malo se va, como aparece en los diferentes relatos de la Biblia, y se fue y ya no vuelve más, a no ser que se le vuelva a invitar a través de nuevas prácticas ocultistas de parte del que fue sanado. Pero, ¿quién puede exorcizar a alguien de su “yo”? Nadie. Eso es imposible.
El “yo”, la vieja naturaleza de un cristiano, la naturaleza adánica, el instinto pecaminoso, su deseo congénito de hacer lo malo, siempre va a estar allí, conviviendo con la persona las 24 horas del día todos los días.
El apóstol Pablo vivió esa triste realidad de querer hacer lo bueno y dejar de hacer lo malo, pero ese buen deseo se quedaba sólo en eso, en deseo, porque en la cotidianeidad de su vida se hallaba siempre haciendo lo malo que no quería y no pudiendo hacer lo bueno que si quería.
La conclusión a la que llega en su relato de Romanos 7 es que dentro de él hay una fuerza superior que lo lleva cautivo a hacer lo que no quiere y que por lo tanto él es un miserable. Su pregunta entonces es: ¿quién podrá librarme de este cuerpo pecaminoso que es duro de matar, que le encanta hacer lo malo y que me está aniquilando?
La respuesta la encontró en Jesucristo, motivo por el cual entiende que él, en su “yo”, debe morir con Cristo, para así ser resucitado con Cristo y poder vivir una nueva vida controlada por el Espíritu Santo.
Pero es imprescindible la muerte de su “yo”, la muerte de su instinto pecaminoso, ya que si no muere con Cristo no podrá resucitar con Cristo. Es imposible para Dios resucitar a un vivo, Él sólo puede resucitar muertos.
Pero, como en el ejemplo de la cucaracha, ese «yo» no es destruido definitivamente, sino que en cualquier momento se puede levantar y hacer nuevas diabluras. Es por ello que se dice que cada cristiano lleva un muerto a cuestas, el «yo», y que ese muerto intenta levantarse a cada momento.
Y eso es lo que enseña la Biblia en Romanos 6:6, donde la palabra griega “Katargete”, mal traducida como destruir, señala que ese «yo», al morir, ha sido dejado sin poder, ha sido “desactivado”, para que el cristiano espiritual pueda vencer su tendencia a pecar.
¡Pero cuidado! El «yo» pecaminoso no ha sido destruido, sino dejado sin poder, desactivado, de manera que hay que cuidar que no se levante y haga desastres.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.