Mario llegó presuroso hasta donde estaba su abuelo pescando y de una vez comenzó a gruñir: “abuelo, mi hermano Tomás otra vez ha agarrado mi camisa nueva de seda, la que tú me diste de cumpleaños. Estoy furioso, quisiera darle un buen puñetazo. Es que varias veces le he dicho que no se la ponga, pero el torpe no me ha hecho caso. Y esta vez no lo puede negar, porque acabo de verlo por la ventana de su cuarto que está empacándola en una caja. Seguro que la esconde para el sábado irse a pasear al pueblo. ¿Abuelo, cómo puede ser tan atrevido? ¿No crees tú que esta vez sí se justifica que le dé su merecido?
El abuelo se levantó, recogió la vara de pescar, empacó sus utensilios en la canasta y se dispuso a marcharse. Pero antes, tomó una pesada roca entre sus manos y la tiró a un lado del riachuelo, donde se formaba una bahía y donde siempre había un buen pez para agarrar. La mole cayó pesadamente, levantó mucha agua y lodo dejando el líquido con un color achocolatado. Luego miró a su nieto y le dijo: “Mario, siempre te digo a ti y a Tomás que no se peleen, que no me gustan que las pocas semanas que van a estar con los abuelos se la pasen discutiendo. Pero sabes, en esta ocasión sí quiero que vayas y le des su merecido a tu hermano. Aunque antes de ir a la casa hazme un favor. Espera hasta que el lodo que enturbió el agua de este riachuelo se asiente. Y sólo hasta cuando el agua esté completamente cristalina y puedas ver la arena del fondo y las piedrecillas, entonces podrás irte y hacer lo justo”.
Luego el anciano se fue atravesando la pradera hasta la casa que se veía a lo lejos. En la noche, cuando pasó por la habitación de Mario para avisarle que la abuela iba a servir la cena, le preguntó si había dejado a Tomás en condiciones de caminar hasta la mesa, pero él se rió y le dijo: “No, abuelo, no hubo pelea. Después de esperar dos horas hasta que el lodo del riachuelo se asentara y el agua quedara cristalina, la rabia se me pasó. Vine más calmado a hablar con Tomás. Pero tan pronto llegué, me sorprendió con un regalo. Y cuando lo abrí encontré una camisa de seda exactamente igual a la que tengo, y me dijo que era en compensación por las veces en que usó la mía. Me dejó sin palabras”.
El abuelo entonces le confesó que sabía de ese regalo, pero quería enseñarle a procesar la ira y a dejar que ésta se asentara antes de cualquier cosa.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.